Resulta sorprendente la decisión del Gobierno chino de prohibir la publicidad de los productos de lujo al mismo tiempo que se incrementa en este país de forma exponencial el número de multimillonarios y el poder adquisitivo de una clase media ávida de productos de gama alta. El surrealista argumento que los mandatarios chinos han esgrimido para justificar esta decisión es la consideración que los artículos de lujo “potencian la corrupción”, actuando como moneda de cambio entre los mafiosos y fomentando un estilo de vida “extravagante” y unos “valores” que ellos no comparten. Ante esta situación, la absurda solución que proponen para este problema es impulsar medidas destinadas a disuadir la comercialización de estos bienes de consumo.

Ante todo, resulta complicado comprender esta preocupación de los mandatarios chinos por la moralidad cuando en el país no se respetan los derechos de las personas –cualquiera de ellos-, ni los de los animales. En cuanto a la defensa de unos determinados valores, ¿qué fuerza tienen las palabras de personas que ejercen la represión en el Tíbet o reprimen a los que  intentan expresarse en libertad? Suena también a chiste que los miembros del Gobierno –que lucen looks absolutamente anacrónicos-, acusen a los productos de lujo de fomentar la “extravagancia”.

Sin duda, China será una de las grandes protagonistas de este siglo pero si quiere convertirse en el país de referencia mundial más allá del ámbito económico deberá realizar profundas reformas en su caduco sistema político, que pretende imponer a los ciudadanos lógicas retrógradas. Afortunadamente, los líderes chinos no podrán evitar que el pueblo acabe demoliendo la trasnochada realidad que pretenden imponer de forma hipócrita desde las altas esferas de la política.

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